miércoles, 3 de febrero de 2010

UN SACRIFICIO VIVIENTE - en you tube -


CAPÍTULO XII 
UN SACRIFICIO VIVIENTE

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Volúmenes y más volúmenes o, mejor aún, muchas librerías se han escrito para explicar la naturaleza de Dios, pero es probablemente una experiencia universal la de que cuando más se leen las explicaciones ajenas, menos se comprende el asunto. Existe una descripción dada por el inspirado apóstol Juan, al escribir: Dios es Luz, la que es tan iluminadora para nuestra mente como las demás oscurecedoras.
Quienquiera que medite sobre este pasaje le espera, oportuna y seguramente, un excelente premio, pues no importa cuantas veces tomemos como objeto de meditación este pensamiento, nuestro propio desarrollo, según pasan los años, nos asegura cada vez una más completa y mejor comprensión. Cada vez que nos absorbemos en estas tres palabras nos bañamos en un manantial espiritual de profundidad inestinguible y cada vez sucesiva sondeamos más completamente las divinas profundidades y nos acercamos más a nuestro Padre Celestial.
Para reanudar nuestro relato, retrocedamos a aquella época de nuestras existencias anteriores, la cual nos dará la dirección de nuestra futura línea de progreso.
La primera vez que nuestra conciencia se dirigió hacia la luz fue poco después de haber sido provistos de la mente y de haber entrado definitivamente en nuestra evolución como seres humanos en la Atlántida, la tierra de la niebla, en los más profundos valles de nuestro planeta, donde la caliente niebla emitida por la tierra, al enfriarse, flotaba como una densa nube sobre la Tierra.
Entonces no veíamos las estrelladas alturas del universo, sin que tampoco la luz plateada de la Luna pudiese penetrar en la densa y nebulosa atmósfera, que pendía sobre aquella antigua tierra. Hasta el esplendor ígneo del Sol estaba totalmente extinguido, pues cuando consultamos la Memoria de la Naturaleza perteneciente a aquellos tiempos, nos aparece muy semejante a la luz de un arco voltaico en lo alto de un poste en un día que haya niebla. La oscuridad era muy acentuada y tenía un aura de varios colores muy similar a los que se observan alrededor de un arco voltaico.
Pero esta luz tenía una fascinación. Los antiguos atlantes aprendieron de los divinos Jerarcas que vivían entre ellos, a aspirar a la luz y como la vista espiritual estaba en decadencia ya (hasta los mensajeros, o Elohim, eran percibidos con dificultad por la mayoría) ellos aspiraban más y más ardientemente a la nueva luz, temiendo la oscuridad, que ya habían descubierto, gracias al regalo recibido de la mente.
Ocurrió entonces el inevitable diluvio al enfriarse y condensarse la niebla. La atmósfera se esclareció y el "pueblo elegido" fue salvado. Aquellos que habían trabajado interiormente, aprendiendo a construir los órganos necesarios para respirar en una atmósfera tal como la que tenemos hoy, sobrevivieron y vinieron a la luz. No fue una selección arbitraria; el trabajo del pasado consistió en construir un cuerpo. Aquellos que sólo disponían de agallas, semejantes a las de los fetos en su desarrollo pre-natal, estaban tan poco apropiados fisiológicamente para entrar en la nueva era, como el feto lo estaría para nacer, si no se construyese los pulmones. Moriría como murieron aquellas gentes cuando la atmósfera hizo inútiles las agallas.
Desde el día en que salimos de la antigua Atlántida, nuestros cuerpos han estado completos prácticamente, es decir, que no han sido añadidos nuevos vehículos; pero desde aquel entonces y a partir de ahora los que quieran seguir la luz han de batallar por el desarrollo del alma. Los cuerpos que hemos cristalizado alrededor nuestro han de ser disueltos y la quintaesencia de la experiencia extraída de ellos ha de ser añadida y amalgamada, como "alma", al espíritu, para llevarle de la impotencia a la omnipotencia. Por consiguiente, el Tabernáculo en el Desierto fue dado a los antiguos y la luz de Dios descendió hasta el Altar del Sacrificio. Esto tiene un gran significado: El "ego" había descendido hasta dentro de su tabernáculo, el cuerpo. Todos conocemos la tendencia del instinto primitivo hacia el egoísmo y si hemos estudiado la ética más elevada sabremos cuan subversivo para el bien es la indulgencia de la tendencia egoísta; en consecuencia, Dios colocó inmediatamente delante del género humano la Divina Luz sobre el Altar del Sacrificio.
En este altar se veían forzados por la horrenda necesidad a ofrecer sus más preciados bienes por cada transgresión cometida, puesto que Dios se les aparecía como un vigilante severo cuyo enojo era peligroso provocar. Pero aún así y todo la Luz les guiaba. Aprendieron entonces que era fútil intentar escapar a la mano de Dios. Sin haber escuchado las palabras de Juan "Dios es luz" habían conocido ya de los cielos en cierta medida, el significado de infinidad, calculada por el reino de la luz, pues oímos a David exclamar:
"¿Dónde iré fuera de tu Espíritu...? o ¿dónde volaré lejos de tu presencia..? Si me remonto a los cielos, tú estás allí. Si hiciera mi lecho en el infierno, allí estarías tú. Si en las alas de la mañana partiera a las lejanías más separadas del mar, aún allí tu mano me conduciría y tu diestra me sujetaría. Si me dijera, ciertamente las sombras me cobijarán, hasta en la noche habría luz a mi alrededor. En verdad, las tinieblas no me ocultarían de Ti, porque la noche brilla como el día, pues las tinieblas y la luz son ambas como Tú".
Cada año que transcurre, con la ayuda de mayores telescopios, que la ingenuidad y la habilidad mecánica de los hombres han permitido construir para atravesar las profundidades del espacio, es más evidente que la infinidad de la luz nos enseña la infinidad de Dios. Cuando escuchamos que "el hombre gustaba de las sombras más bien que de la luz a causa de que sus actos eran malos", vemos que también se amolda, por desdicha, a lo que conocemos como hechos actuales, e ilumina para nosotros la naturaleza de Dios; pues... ¿no es verdad que nos sentimos siempre en peligro en la oscuridad y que en cambio la luz nos da una sensación de seguridad análoga al sentimiento de un niño que nota la mano protectora de su padre...?
El siguiente paso dado por Dios en su trabajo por nosotros, fue el volver permanente esta condición de estar en la luz, culminado por el nacimiento de Cristo, quien, como presencia corpórea del Padre, llevaba cerca de sí esta Luz, pues la Luz vino al mundo para que quienquiera que creyese en Cristo no pereciera, sino que tendrá una vida imperecedera. El dijo: "Yo soy la Luz del Mundo". El altar en el Tabernáculo ilustró el principio del sacrificio como medio de regeneración y así Cristo dijo a sus discípulos: "No existe un hombre cuyo amor haya sido más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos". Desde entonces empezó su sacrificio, que, contrariamente a la opinión ortodoxa admitida, no fue consumado en unas cuantas horas de sufrimiento físico en lo alto de una cruz, sino que es tan perpetuo como lo fueron los sacrificios hechos sobre el altar del Tabernáculo en el Desierto, puesto que implica un descendimiento anual a la tierra y soporta todo lo dolorosas que deben ser las condiciones de la tierra para tan gran espíritu.
Esto ha de continuar hasta que hayan evolucionado un número suficiente para sobrellevar la carga de esta densa masa de tinieblas que llamamos Tierra y que gravita sobre el cuello de la humanidad como una pesada rueda de molino, impidiendo un mayor desarrollo espiritual. Hasta que aprendamos a seguir "en sus pasos", no podremos elevarnos más hacia la Luz.
Se dice que cuando Leonardo de Vinci hubo terminado su famoso cuadro "La última cena" preguntó a un amigo qué le parecía el cuadro.
El amigo miró la pintura con aire crítico unos minutos y dijo:
"Me parece que habéis cometido un error al pintar los cubiletes con que beben los apóstoles tan ornamentales y parecidos al oro. Las gentes de su condición no beberían en vasos tan costosos".
Leonardo de Vinci, entonces borró los cubiletes que pintara y que habían motivado la crítica de su amigo, pero no fue sin dolor de su corazón, pues había pintado aquel cuadro con su alma más bien que con sus manos y había rogado para que trajese un mensaje al mundo. Había puesto toda la grandeza de su arte y la inmensa devoción de su alma en aquel esfuerzo para pintar un Cristo que hablase, para que condujese al hombre a emular sus hechos.
Miradle sentado a la mesa del festín, La incorporación de la Luz, diciendo aquellas maravillosas, místicas palabras: Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, dado por vosotros, un sacrificio viviente.
En el período pasado de nuestro camino espiritual hemos estado buscando una luz exterior para nosotros, pero hemos llegado al punto en que hemos de buscar la luz de Cristo dentro de nosotros mismos, y emularle haciendo de nosotros mismos "sacrificios vivientes" como él lo está haciendo. Hay que tener presente que cuando el sacrificio que espera delante de nuestra puerta parece placentero y es de nuestro gusto, cuando creemos en poder escoger el trabajo "en la viña del Señor" y hacer el que mejor nos plazca, no hacemos un verdadero sacrificio cual lo hizo El, así como tampoco lo llevamos a cabo cuando somos vistos de los demás y aplaudidos por nuestra benevolencia.
Pero cuando estamos dispuestos a seguirle desde la mesa del festín donde El era el huésped de honor entre amigos, hasta el jardín de Getsemaní donde estuvo solo y en lucha con el gran problema que tenía delante de Sí mientras sus amigos dormían, entonces sí que hacemos un sacrificio viviente.
Cuando estamos satisfechos de seguir "en Sus pasos" al punto del sacrificio propio en que podemos decir desde lo más íntimo de nuestros corazones, "Tu voluntad y no la mía", entonces seguramente tenemos la Luz dentro de nosotros y nunca más existirá desde aquel instante para nosotros lo que entendemos por tinieblas. Caminaremos en la Luz.
Este es nuestro glorioso privilegio y la meditación sobre las palabras del apóstol "Dios es Luz" nos ayudará a realizar este ideal, siempre que a nuestra fe añadamos actos, trabajos, y éstos digan por nosotros como dijo el Cristo de Leonardo: "Este es mi cuerpo y esta es mi sangre", un sacrificio viviente sobre el altar de la humanidad.

del libro "Recolecciones de un Místico", de Max Heindel


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